Origen de los Dioses
El
ser humano, dueño de una mente lúcida,
en sus silencios de ocio se entregó a meditar.
Buscó, indagó, hasta hallar
a su existencia un sentido coherente.
Escudriñó
el todo con fervor y con conciencia.
Al sol, por su fulgor y sus efectos,
lo elevó al trono de sus afectos,
cuando aún desconocía la ciencia.
Los
astros se alzaron como estandartes,
y de galaxias, estrellas, la luna y el sol
brotaron los primeros dioses: los cosmológicos.
Más
tarde, lo insólito exigió explicación:
del trueno, vientos, tormenta y el vendaval
nacieron los dioses meteorológicos.
Después
surgieron ídolos de barro y de oro,
los tótems de madera, guardianes solemnes,
que fueron cediendo su sitial sagrado
a fieras y criaturas singulares:
serpientes, aves y lagartos,
elefantes y vacas, símbolos eternos.
Y
mientras el hombre erraba por los montes,
en busca de frutos, abrigo y caza,
también erigía templos de fe
a nuevos dioses creados en su camino.
Mas
al volverse sedentario,
erigió aldeas y ciudades de piedra,
y en ellas dio forma a una nueva cultura
que pobló el mundo de dioses fantásticos:
los mitológicos inmortales,
Apolo, Zeus, Odín, Neptuno y tantos más,
junto a los americanos Viracocha y Bachué,
tejiendo leyendas que todo lo explicaban.
Cuando
Alejandro, el Grande,
unió en un solo imperio
a Europa, Asia y parte de África,
se hicieron patentes las contradicciones
entre jerarcas griegos, romanos, nórdicos y egipcios,
cada cual aferrado a sus dioses.
Dioses
que, sin embargo,
tenían rostro y voz de hombre,
gestos humanos en su andar y en su vestido,
reflejo imperfecto de los profetas
que los pueblos habían seguido.
Fue
entonces cuando los supuestos sabios,
para enmendar la confusión,
buscaron una explicación universal,
razones que abarcaban cielo y tierra,
y con ellas fundaron nuevas creencias,
más refinadas y severas,
que dieron origen a la doctrina del alma:
un alma que nace atribulada,
y que desde el inicio se proclama condenada.
Platón
y Sócrates habían dejado ya
la idea de moldes eternos,
la noción del alma imperecedera
que sobrevive más allá de la carne.
Ignoraban
aún la herencia de la sangre,
el secreto de los genes,
la trama invisible del ADN.
Y
así, entre miedos e ignorancias,
el hombre aceptó tributos y diezmos,
entregó su mente cautiva,
y poco a poco,
se transformó en un ente.
Pedro
Carvajal R.
Universal 9999
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